Esa tarde mientras todos descansan del aburrimiento se escucha una fuerte discusión, dos hombres hablan de dinero y uno le recrimina el faltante de una fuerte suma al otro, hay insultos y un grito apagado. Cuando el comisario del barco interviene uno de los viajantes yace sobre el pasillo con un fuerte puntazo en un pulmón... y el otro hombre del mismo oficio está encerrado en el camarote.
Hay conmoción general en el Curitiba. El herido respira, con dolor, pero respira... el agresor no quiere salir de su encierro. Se toca tres veces la sirena en señal de alarma y nuevamente las banderas de señales sirven para avisar a los prácticos de la emergencia, para que telegrafíen a Patagones.
Es medianoche cuando arriba una lancha de motor con el doctor Pietrafaccia que enseguida se ocupa del herido, “está delicado pero no se va a morir” informa. Solícito como siempre se preocupa también por la salud de Homero. “Desde ayer que no puedo dormir” le informa nuestro bancario amigo y el médico saca de su maletín un pastillero con píldoras rosadas: “Tómese una después de la cena y verá que bien descansa” le aconseja, “acuérdese que no le recomiendo el traqueteo del tren, así que tenga fe en que la tormenta pasará pronto y podrá seguir el viaje en este vapor”.
El alboroto en el barco sigue todo el día siguiente, viene la policía para llevarse detenido al agresor y en la misma lancha se hace con todo cuidado el traslado del herido hacia el hospital de Patagones. Todo en medio de una densa niebla y con rachas de fuerte viento sur. La barra del río sigue cerrada. Esa noche Homero Almirón da vueltas y vueltas en el camastro, ya están en la madrugada del día seis de octubre, se va a cumplir una semana de tiempo perdido a bordo de ese barco y él tiene que estar en Buenos Aires por lo menos el día diez. El insomnio lo domina. Se levanta, busca la jarra y el vaso del agua, tantea el frasco de las pastillas y se traga dos de un saque...
Muy pronto empieza a sentir que el peso de los párpados es insoportable y finalmente cae dormido en el estrecho camastro del reducido camarote del vapor Curitiba. El plácido sueño lo aleja de las fuertes emociones de las últimas horas, con aquel episodio de la discusión por una diferencia de pesos entre dos de los pasajeros, dos viajantes de comercio (proveedores de tradicionales firmas maragatas como Imperiale, Malaspina, Galantini y Abayú y Carmody), que terminará finalmente en la brutal agresión con un cuchillo de uno sobre el otro. Su mente repasa las alternativas posteriores, cuando una lancha a motor trajo al médico primero y a la policía después, el traslado de herido, la detención del agresor... finalmente Homero Almirón logra quedarse dormido.
Es tan profundo su descanso que no percibe la agitación del puente de mando, porque a las seis de la mañana del nuevo día la tormenta de una semana se disipó totalmente, la marea está en su punto más alto y las aguas planchadas. En menos de una hora la caldera del barco llega a su máxima presión y el capitán, bajo la asistencia del práctico Abel, pone proa hacia el mar abierto y supera sin ninguna dificultad la barra de la desembocadura.
La navegación en alta mar posterior es silenciosa y placentera, cumpliendo en un todo el itinerario previsto. Escala de apenas 18 horas en el puerto de Bahía Blanca para descargar cueros y reponer la carga de petróleo; y nuevamente al mar para seguir el derrotero hasta la dársena sur del puerto de Buenos Aires.
Finalmente Homero Almirón está allí, con sus dos valijas y su baúl de viaje, esperando que el mozo de cordel le acomode sus bultos en el auto de alquiler que lo llevará hacia el confort del hotel España de la avenida de Mayo.
Ya para entonces es nueve de octubre y los tres días que faltan para el acto de cambio de mando presidencial pasan muy rápido, como pasan las cosas en los sueños. El 12 de octubre el Palacio del Congreso está engalanado con muchísimas banderas argentinas, Almirón enfundado con su mejor traje, aquel que le cosió a medida don Guido Bergandi en Carmen de Patagones y le entalló especialmente antes del viaje. En una de las puertas del majestuoso edificio presenta su tarjeta de invitación especial y un portero de piel negra y reluciente librea lo conduce hasta uno de los palcos del recinto. Acaba de acomodarse cuando el mismo portero vuelve y le pregunta “¿Usted es el señor del sur, de Carmen de Patagones”. Antes que Homero le pueda contestar ya lo está tomando cordialmente del brazo y lo conduce entre pasillos repletos de gente hasta un salón reservado, mientras le explica que “El doctor Yrigoyen pidió hablar personalmente con usted”.
Homero Almirón, el gerente de la sucursal Patagones del Banco Nación, no puede reponerse de todas las emociones del caso cuando se abre la puerta del salón y allí, rodeado de otros caballeros muy bien vestidos, está la adusta figura de don Hipólito, el famoso “peludo” Yrigoyen. Uno de los hombres se acerca y le dice “el presidente quiere transmitirle un mensaje para la gente de su ciudad”. Homero está allí, con la boca abierta de sorpresa, porque el mismísimo Hipólito Yrigoyen, con ese gesto adusto pero cortés que lo caracteriza, le estrecha fuerte la m ano y le dice “quiero que le avise a la gente de Carmen de Patagones que no me olvido de ustedes...”.
“Gracias don Hipólito... muchas gracias don Hipólito...” contesta con apenas un hilo de voz el atribulado Homero Almirón, pensando qué apenas regrese va a reunir a todos sus amigos de Patagones en la confitería La Perla para contarles este suceso extraordinario. “Gracias don Hipólito...” repite. “Gracias don Hipólito...” insiste .
“Mire caballero, ni yo me llamo Hipólito, ni usted tiene nada que agradecerme...” le está diciendo ahora a Homero aquel misterioso pasajero del vapor Curitiba que se pasa todo el tiempo escribiendo en su cuaderno de tapas negras de hule... “escúcheme buen hombre, usted hace dos días que está durmiendo y el Capitán del barco me pidió que tratara de despertarlo porque ya estamos llegando al puerto de Bahía Blanca y quiere saber si usted desembarca o sigue viaje a Buenos Aires.
En ese momento Homero cae en la cuenta que ha estado soñando, que todavía no llegó a la Capital, ni tampoco está en el Congreso de la Nación, ni mucho menos frente al presidente saliente Hipólito Yrigoyen, que todavía está encerrado en el camarote del barco...
Nuestro amigo bancario termina de superar el largo sopor que le provocaron las dos pastillas rosadas que tomó hace ya no sabe cuánto tiempo y el pasajero misterioso, con el cual no había cruzado todavía ni una sola palabra. “Soy Manuel Pereda, escritor y periodista del diario La Nación de Buenos Aires, estoy escribiendo una serie de artículos sobre los viajes en el sur y todo lo que está ocurriendo en este viaje va a ser publicado en el diario”.
Homero Almirón se sacude la modorra con un chorro de agua de la jarra del camarote, mira por el ojo de buey del camarote y comprueba que están arribando al puerto de Bahía Blanca. El viaje a Buenos Aires todavía no terminó... pero sus sueños se adelantaron a la realidad.
Notas finales
Tal como se advirtió al principio este relato, que hemos ofrecido en dos entregas a los lectores de Noticias de la Costa, es ficticio en su mayor parte. Sólo son reales las circunstancias del enorme retraso que sufrió el vapor “Curitiba” en la salida al mar abierto –como consecuencia de la bajante del río, primero y de la fuerte sudestada después-; y el episodio sangriento que terminó con uno de los pasajeros herido.
En la actualidad resultan poco creíbles esas vicisitudes en un viaje de esas características, pero ocurrían con frecuencia en los viajes de ultramar que zarpaban desde el puerto maragato. Las fotos de archivo que ilustraron estas entregas de Perfiles y Postales son sólo ilustraciones sin relación directa con la narración, pues lamentablemente no pudo hallarse una imagen del ‘Curitiba’.
La historia portuaria de Carmen de Patagones todavía está por escribirse, con sus distintas etapas desde la época de la llegada de la misión española encabezada por don Francisco de Viedma y Narváez, y su piloto Basilio Villarino, pasando por los tiempos de los corsarios extranjeros; la experiencia de la flota que navegaba aguas arriba hacia los valles; y el apogeo de los cargamentos de lanas, cueros y trigo de las primeras décadas del siglo 20; hasta llegar a la explotación de la pesca del cazón, en las décadas del 40 y del 50.
Quizás sería igualmente interesante la instalación de un Museo del Puerto, con fotos y objetos que todavía muchas familias maragatas conservan como verdaderos tesoros del recuerdo.
Hay conmoción general en el Curitiba. El herido respira, con dolor, pero respira... el agresor no quiere salir de su encierro. Se toca tres veces la sirena en señal de alarma y nuevamente las banderas de señales sirven para avisar a los prácticos de la emergencia, para que telegrafíen a Patagones.
Es medianoche cuando arriba una lancha de motor con el doctor Pietrafaccia que enseguida se ocupa del herido, “está delicado pero no se va a morir” informa. Solícito como siempre se preocupa también por la salud de Homero. “Desde ayer que no puedo dormir” le informa nuestro bancario amigo y el médico saca de su maletín un pastillero con píldoras rosadas: “Tómese una después de la cena y verá que bien descansa” le aconseja, “acuérdese que no le recomiendo el traqueteo del tren, así que tenga fe en que la tormenta pasará pronto y podrá seguir el viaje en este vapor”.
El alboroto en el barco sigue todo el día siguiente, viene la policía para llevarse detenido al agresor y en la misma lancha se hace con todo cuidado el traslado del herido hacia el hospital de Patagones. Todo en medio de una densa niebla y con rachas de fuerte viento sur. La barra del río sigue cerrada. Esa noche Homero Almirón da vueltas y vueltas en el camastro, ya están en la madrugada del día seis de octubre, se va a cumplir una semana de tiempo perdido a bordo de ese barco y él tiene que estar en Buenos Aires por lo menos el día diez. El insomnio lo domina. Se levanta, busca la jarra y el vaso del agua, tantea el frasco de las pastillas y se traga dos de un saque...
Muy pronto empieza a sentir que el peso de los párpados es insoportable y finalmente cae dormido en el estrecho camastro del reducido camarote del vapor Curitiba. El plácido sueño lo aleja de las fuertes emociones de las últimas horas, con aquel episodio de la discusión por una diferencia de pesos entre dos de los pasajeros, dos viajantes de comercio (proveedores de tradicionales firmas maragatas como Imperiale, Malaspina, Galantini y Abayú y Carmody), que terminará finalmente en la brutal agresión con un cuchillo de uno sobre el otro. Su mente repasa las alternativas posteriores, cuando una lancha a motor trajo al médico primero y a la policía después, el traslado de herido, la detención del agresor... finalmente Homero Almirón logra quedarse dormido.
Es tan profundo su descanso que no percibe la agitación del puente de mando, porque a las seis de la mañana del nuevo día la tormenta de una semana se disipó totalmente, la marea está en su punto más alto y las aguas planchadas. En menos de una hora la caldera del barco llega a su máxima presión y el capitán, bajo la asistencia del práctico Abel, pone proa hacia el mar abierto y supera sin ninguna dificultad la barra de la desembocadura.
La navegación en alta mar posterior es silenciosa y placentera, cumpliendo en un todo el itinerario previsto. Escala de apenas 18 horas en el puerto de Bahía Blanca para descargar cueros y reponer la carga de petróleo; y nuevamente al mar para seguir el derrotero hasta la dársena sur del puerto de Buenos Aires.
Finalmente Homero Almirón está allí, con sus dos valijas y su baúl de viaje, esperando que el mozo de cordel le acomode sus bultos en el auto de alquiler que lo llevará hacia el confort del hotel España de la avenida de Mayo.
Ya para entonces es nueve de octubre y los tres días que faltan para el acto de cambio de mando presidencial pasan muy rápido, como pasan las cosas en los sueños. El 12 de octubre el Palacio del Congreso está engalanado con muchísimas banderas argentinas, Almirón enfundado con su mejor traje, aquel que le cosió a medida don Guido Bergandi en Carmen de Patagones y le entalló especialmente antes del viaje. En una de las puertas del majestuoso edificio presenta su tarjeta de invitación especial y un portero de piel negra y reluciente librea lo conduce hasta uno de los palcos del recinto. Acaba de acomodarse cuando el mismo portero vuelve y le pregunta “¿Usted es el señor del sur, de Carmen de Patagones”. Antes que Homero le pueda contestar ya lo está tomando cordialmente del brazo y lo conduce entre pasillos repletos de gente hasta un salón reservado, mientras le explica que “El doctor Yrigoyen pidió hablar personalmente con usted”.
Homero Almirón, el gerente de la sucursal Patagones del Banco Nación, no puede reponerse de todas las emociones del caso cuando se abre la puerta del salón y allí, rodeado de otros caballeros muy bien vestidos, está la adusta figura de don Hipólito, el famoso “peludo” Yrigoyen. Uno de los hombres se acerca y le dice “el presidente quiere transmitirle un mensaje para la gente de su ciudad”. Homero está allí, con la boca abierta de sorpresa, porque el mismísimo Hipólito Yrigoyen, con ese gesto adusto pero cortés que lo caracteriza, le estrecha fuerte la m ano y le dice “quiero que le avise a la gente de Carmen de Patagones que no me olvido de ustedes...”.
“Gracias don Hipólito... muchas gracias don Hipólito...” contesta con apenas un hilo de voz el atribulado Homero Almirón, pensando qué apenas regrese va a reunir a todos sus amigos de Patagones en la confitería La Perla para contarles este suceso extraordinario. “Gracias don Hipólito...” repite. “Gracias don Hipólito...” insiste .
“Mire caballero, ni yo me llamo Hipólito, ni usted tiene nada que agradecerme...” le está diciendo ahora a Homero aquel misterioso pasajero del vapor Curitiba que se pasa todo el tiempo escribiendo en su cuaderno de tapas negras de hule... “escúcheme buen hombre, usted hace dos días que está durmiendo y el Capitán del barco me pidió que tratara de despertarlo porque ya estamos llegando al puerto de Bahía Blanca y quiere saber si usted desembarca o sigue viaje a Buenos Aires.
En ese momento Homero cae en la cuenta que ha estado soñando, que todavía no llegó a la Capital, ni tampoco está en el Congreso de la Nación, ni mucho menos frente al presidente saliente Hipólito Yrigoyen, que todavía está encerrado en el camarote del barco...
Nuestro amigo bancario termina de superar el largo sopor que le provocaron las dos pastillas rosadas que tomó hace ya no sabe cuánto tiempo y el pasajero misterioso, con el cual no había cruzado todavía ni una sola palabra. “Soy Manuel Pereda, escritor y periodista del diario La Nación de Buenos Aires, estoy escribiendo una serie de artículos sobre los viajes en el sur y todo lo que está ocurriendo en este viaje va a ser publicado en el diario”.
Homero Almirón se sacude la modorra con un chorro de agua de la jarra del camarote, mira por el ojo de buey del camarote y comprueba que están arribando al puerto de Bahía Blanca. El viaje a Buenos Aires todavía no terminó... pero sus sueños se adelantaron a la realidad.
Notas finales
Tal como se advirtió al principio este relato, que hemos ofrecido en dos entregas a los lectores de Noticias de la Costa, es ficticio en su mayor parte. Sólo son reales las circunstancias del enorme retraso que sufrió el vapor “Curitiba” en la salida al mar abierto –como consecuencia de la bajante del río, primero y de la fuerte sudestada después-; y el episodio sangriento que terminó con uno de los pasajeros herido.
En la actualidad resultan poco creíbles esas vicisitudes en un viaje de esas características, pero ocurrían con frecuencia en los viajes de ultramar que zarpaban desde el puerto maragato. Las fotos de archivo que ilustraron estas entregas de Perfiles y Postales son sólo ilustraciones sin relación directa con la narración, pues lamentablemente no pudo hallarse una imagen del ‘Curitiba’.
La historia portuaria de Carmen de Patagones todavía está por escribirse, con sus distintas etapas desde la época de la llegada de la misión española encabezada por don Francisco de Viedma y Narváez, y su piloto Basilio Villarino, pasando por los tiempos de los corsarios extranjeros; la experiencia de la flota que navegaba aguas arriba hacia los valles; y el apogeo de los cargamentos de lanas, cueros y trigo de las primeras décadas del siglo 20; hasta llegar a la explotación de la pesca del cazón, en las décadas del 40 y del 50.
Quizás sería igualmente interesante la instalación de un Museo del Puerto, con fotos y objetos que todavía muchas familias maragatas conservan como verdaderos tesoros del recuerdo.