martes, 20 de septiembre de 2011

Nidia Borasi, una apreciada vecina de Patagones y el recuerdo de sus bellos relatos

Nidia Añaños de Borasi, en el Rancho Rial en mayo de este año, y abajo, en la Casa de la Cultura, diciembre de 2007, con el autor de esta crónica.
Nidia Añaños de Borasi partió hace pocos días. Seguramente en su destino eterno seguirá contando esas historias nostálgicas y simpáticas que formaban parte de un repertorio inagotable de relatos, sobre su querido Carmen de Patagones, la vida social de otros tiempos y las costumbres cotidianas. Esta nota recupera su palabra, con fragmentos de su libro “Semillas de otra tierra”, publicado en el 2008, y material del archivo del cronista.



“Mientras estuve en el Consejo Escolar (de 1983 a 1992, siempre ad honorem, sin cobrar un solo peso, poniendo el auto para viajar a todas partes) me dedicaba a escribir cuentos para los chicos de la escuela. Eran cuentos que muchas veces estaban inspirados en historias de animales, y se los pasaba a las directoras sin decirle de quien eran, firmados sólo como ‘una abuela maragata’. Se me ocurrió el seudónimo porque uno de los ocho nietos que tengo era fanático de los dinosaurios y yo le escribí un cuento en el que una noche venía a buscarlo un dinosaurio y le golpeaba la ventana, y salía él montado en el lomo del bicharraco y paseaban por la costa del río”
“Mi papá Manuel Añaños era aragonés de un pueblito, Ruesta, de Zaragoza, llegó a principios del siglo 20 y ya para 1906 aparece como socio de la Sociedad Española de Patagones; pero antes había estado en la sociedad española del barrio de la Boca en Buenos Aires. Allá trabajó en la gastronomía y después se vino para Patagones, para dedicarse a la actividad pastoril, que era lo que sabía hacer allá en su pueblo. Se enamoró de Patagones porque sus calles empinadas le hacían recordar a España y se instaló en la zona del meridiano quinto, por Cañada Grande. Se conectó con otros españoles que ya estaban acá, con los Badillo; y también trabajó en la Salina de Piedras, camino a San Blas. Después papá el compró el campo a sus propios patrones y se estableció”.
“Yo siempre quiero destacar el coraje de esas mujeres, como mi mamá, que se instalaron en el campo. Mi mamá era maragata, Irene Battillana, nieta de un genovés Angel Batillana, uno de los primeros prácticos del río Negro. Con mi papá se conocieron y enamoraron el día que llegó la primera locomotora a Carmen de Patagones, ese día de noviembre de 1921 se miraron por primera vez, en medio de todo el gentío que se había congregado con sus mejores galas en la estación. Ella fue una simple ama de casa, se fue a vivir al campo y allá crió a sus seis hijos, ocupándose de todas las cosas del hogar, cosía nuestra ropa, preparaba conservas y dulces, el pan casero en el horno de barro. Eran asombrosas esas mujeres.”

En el campo
“Tengo recuerdos muy lindos de aquella vida de familia en el campo, de intercambio y visitas con otras familias. Los viajes a Patagones eran larguísimos, al principio en sulky, después ya en auto. Cuando todavía no teníamos coche papá encargaba un auto de alquiler para que tal día nos fuera a buscar, porque la salida para el pueblo se organizaba con varios días de anticipación, era toda una excursión. Además se estilaba que los vecinos que venían para la ciudad pasaban por casa para preguntar si necesitábamos algo. Había muchas familias por esa zona, los Queirolo, los Deurade, los Solano, gente que se ayudaba en las faenas rurales y se visitaban a menudo.
Las compras de comestibles y cosas para el campo se hacían al por mayor. Iban los camiones de Imperiale y de Pozzo Ardizzi, levantaban el pedido y después lo llevaban en bolsas, de galleta, de azúcar y de yerba , bordalesas de vino y todo en cantidad.”
“Nosotros teníamos casa propia en el pueblo. Mi papá cuando recién llegó paraba en la fonda La Pilarica, que existe todavía en la esquina de Yrigoyen e Italia. Arriba la casa dice fonda La Italiana, pero ese fue el nombre que tuvo mucho después. Después, ya establecido con su campo propio, mi papá pudo comprar una parte de esa misma casa.
Pero en un sector de esa casona, en donde todavía se conserva el gran portón de ingreso para los carros, funcionó la escuela cinco, donde era director Julio Negri.
A esa escuela fui yo, antes que desapareciera y se fusionara con la escuela dos, enfrente de la plaza. La fonda La Pilarica se transformó en escuela, las aulas se ubicaron en donde antes estaban las habitaciones.”
“En esa casa teníamos quinta, parrales, higos, duraznos... era un lote inmenso, que tocaba con lo de Cadenaso, que daba a la calle España. Mi mamá y la madre de los Cadenaso se encontraban a charlar por el fondo, asomadas por arriba del paredón durante un largo rato por las tardes. En cambio a la noche se encontraban en la puerta de casa, y esa salida era como un paseo, porque se acostumbraba mucho caminar en esas lindas noches.
Yo tengo el recuerdo de esas caminatas y de los faroles de la iluminación de la calle, con esas lamparitas amarillas que bailaban con el viento. Cuando las veo ahora, en los cuadros de Alcides Biagetti es como si las estuviese viendo entonces”.

En el pueblo
“La calle Yrigoyen entre Italia y Brown era de un gran movimiento, estaba la escuela, el almacén de ramos generales de don Félix Malaspina, la panadería y el almacén de Pozzo Ardizzi, todo en la misma cuadra.
Todavía recuerdo a don Félix sentado en la esquina del negocio viejo, con una sillita de paja bajita, leyendo l diario y rodeado de sus amigos y parroquianos, mientras dona Rosa –su esposa- les alcanzaba los mates. “
“A la escuela entré directamente al segundo grado, porque era la más chiquita y los dos primeros grados ya me los habían enseñado mis hermanas mayores. Mi mamá, que no era maestra, también enseñaba a algunos chicos de la zona.
Hice los primeros grados en aquella escuela cinco, hasta que la cerraron y nos fuimos a la escuela dos. Todos llorábamos de tristeza, pero por suerte venia también con nosotros el maestro y director Negri, a quien queríamos muchísimo. Tanto a Julio como a su esposa Livia Inda, que era un encanto de persona y se habían puesto de novios allí mismo en esa escuela. Yo los admiraba , los veía muy hermosos a los dos, en esa época cuando estaban de novios.
Claro que adoré a todas mis maestras, como Amelia San Juan de Catelani que era una belleza, Jovita Alvarez otra persona muy especial. Yo quise mucho a mis maestras. Tuve un solo profesor de educación física, que lo único que hacía era sacarnos a practicar desfile para los actos patrios del 25 de mayo o el 9 de julio. Salíamos a desfilar por la calle, con el profesor Luis Galbusera, que no era de aquí y nunca más supimos de él”.

La juventud
“De los años de mi juventud recuerdo mucho la famosa vuelta al perro. Se arrancaba de la esquina de la confitería de 7 de Marzo y Comodoro Rivadavia (hoy casa Malek) y se seguía por la calle Comodoro hasta la esquina de Los Vascos (calle España, hoy sucursal de Zágari Hogar). La cita era obligada los martes, jueves, sábados y domingos. La vuelta comenzaba cuando empezaba la transmisión de la propaladora por altoparlantes de don Mario Sabatella (instalada sobre calle Comodoro Rivadavia a mitad de cuadra entre 7 de Marzo y Alsina), donde eran locutores “Chiquito” Sabatella y Gustavo Malek.
La vuelta arrancaba a las seis de la tarde y terminaba a las ocho, con la marcha “Tres Alamos” que marcaba el final del paseo. Después, enseguida cada uno de iba para su casa. Las chicas caminábamos en grupos, de a dos o de a tres, y los muchachos se apoyaban en la pared en la puerta de la confitería de Sabatella y nos decían piropos. Por allí había una combinación y nos acompañaban para el lado de casa cuando ya terminaba la vuelta. Y cuando la compañía era hasta la puerta misma de la casa de la chica los vecinos comentaban ‘se ve que la cosa va en serio’
Al cine íbamos por lo general al España y a la salida a tomar un café a la confiteria La Perla (de España y Baraja) que era fundamentalmente para hombres solos, pero tenía un reservado para familias y allí nos sentábamos con nuestro festejante y algún mayor.”
“Si el noviazgo o relación continuaba y contaba con la aprobación de la familia ya se le permitía al galán visitar a la novia los días martes, jueves, sábados y domingos de 19 a 21, para luego continuar con las visitas a sus respectivos domicilios de familiares, almuerzos, senas, paseos… y así hasta el altar”.
“A él (al altar) llegué un 19 de abril de 1954. Yo también, como mi madre, vestí el tradicional traje blanco que, como lo dictaba la moda de aquellos tiempos, tenía amplia falda campana plato de organiza, y el corsagge y mangas de raso, adornado con puntillas valencianas; el tul, con diadema de azahar. (…) El novio llevó el clásico traje azul, confeccionado en la prestigiosa Sastrería Bergandi, camisa blanca, corbata gris plata”.
“Los bailes míos fueron sobre todo en el club Jorge Newbery, a veces en la cancha de básquet todavía sin techo, a cielo abierto, otras veces en un salón ubicado al lado del club Social (donde hoy estás el edificio grande del club). Eran bailes con grandes orquiestas que venían de afuera, como Francisco Lomuto, Juan Cambarieri, Feliciano Brunelli, y Donato Raciatti. Hubo una época, antes que yo empezara a salir a bailar, en que los clubes mandaban invitaciones a las chicas casaderas y les ofrecían la posibilidad de mandarles un auto para ir a buscarlas y llevarlas de vuelta. Las chicas eran el gancho para que fueran muchos varones y el baile resultara todo un éxito.
Pero hay algo más: si alguna chica no la sacaban a bailar, porque no era muy agraciada o porque no bailaba bien, algún caballero de la comisión del club se encargaba de sacarla como una obligación, para que esa chica no se aburriera. Hasta esa cortesía tenían.
Se bailaba toda la noche, desde las diez hasta eso de las dos de la mañana, cuando ponían el disco con la marcha del club Jorge Newbery y entonces había que irse.”

Vamos a extrañar a Nidia Borasi, por sus toques de humor y la valoración permanente del pasado, sin nostalgias dolorosas, sino con la positiva intención de evitar la desmemoria, que es una de las peores enfermedades colectivas. Este cronista le estará por siempre agradecido, por eso creyó oportuno el homenaje.



Un maestro y sus historias, desde una escuela rural hasta el Consejo de Educación


 En la charla enfrente de los chicos de la escuela 200, con el actual personal docente, y tocando la vieja campana de bronce, tres momentos de la visita del Negro Flores al establecimiento donde fue director durante tantos años
Esta nota se publicó en Noticias de la Costa para el día del maestro. Con el objeto de rendir homenaje a tan noble y sacrificada profesión social, el cronista vuelca las vivencias de Miguel Angel Flores, un maestro sanjuanino que, muy joven, llegó a Río Negro en 1958 y se quedó para siempre, desarrollando una carrera que empezó como maestro rural en el paraje El Chaiful y culminó en una vocalía del Consejo Provincial de Educación, en 1987.


El relato de Miguel Angel “el Negro” Flores es colorido, adornado con ocurrencias y dichos, concreto y detallado. Uno cierra los ojos y puede reconstruir con claridad las imágenes del relato. Esta nota sólo rescata una parte de sus dichos, con breves acotaciones que enlazan situaciones y momentos. La larga y muy amena charla repasó desde el primer destino docente hasta sus últimas actuaciones, ya en cargos de responsabilidad institucional; abarcando también los tiempos fundacionales de la Unión de Trabajadores de la Educación de Río Negro (UNTER) que lo tuvieron como protagonista, en 1974; la etapa de periodista en los diarios “Voz Rionegrina” y “El Provincial”; y la resistencia gremial en tiempos de la última dictadura cívico militar.
La llegada
“Había comenzado con la docencia en mi provincia, pero quería buscar otros horizontes. En 1958 mandé mis datos a la seccional Río Negro del Consejo Nacional de Educación y recibí la designación como director y maestro único en la escuela de El Chaiful.
Me mandaban el pasaje y una orden para transportar hasta 200 kilos de carga libres; busqué en los mapas de Río Negro y no encontraba nada, apenas supe que quedaba para el sur y que tenía que llegar primero a Ingeniero Jacobacci. Me tomé un tren desde mi pueblo en directo a Bahía Blanca (año 1959, cuando ese tipo de conexiones ferroviarias existían) y después el otro que iba para Bariloche. Preguntaba en el tren cómo podía llegar a El Chaiful y nadie me daba referencias. Acerté con un señor, muy atento, que se llamaba Gregorio Toro y era el juez de Paz de Jacobacci y me dio la total seguridad de que me iba a conseguir la forma de seguir viaje hasta el paraje. Llegué a Jacobacci y estuve esperando una semana hasta que apareció un transportista, con un camión marca Reo, que tenía que volver con una carga. Pero este hombre no tenía apuro por regresar y antes quería disfrutar del baile y un poco de diversión en el pueblo, así que yo me tuve que quedar otros tres días.”
Finalmente se inició la travesía, pero los comentarios del chofer durante el largo viaje no serían muy estimulantes. Lo sigue contando con gracia y detalles. “Cada 500 metros, más o menos, me decía: ¿vos estás seguro de que te vas a quedar allá en El Chaiful?. La escuela hace como dos años que está cerrada y se desmoronó el pozo del agua, y no sé cómo vas a hacer sin agua. Todos los comentarios eran para desmoralizarme, como por ejemplo me preguntaba: ¿llevás comida?; y yo le contestaba, inocentemente, sí llevo papas y fideos y yerba. ¿Para cuánto tiempo llevás? , no sé, para tres meses. ¿Estás seguro que te van alcanzar esas provisiones?; mirá que allá no hay ningún lugar para comprar… y así por el estilo, todo el tiempo”.
Con lujo de detalles describe después el panorama de la escuelita que lo estaba esperando. “Era una construcción de unos 5 metros de largo por tres de ancho, separada por una pared, adelante el aula y atrás la cocina y un depósito que el maestro usaba como dormitorio; todo poblado por arañas y telas de arañas de todo tamaño y en cantidad. Así que la primera tarea fue limpiar y acomodar para poderme acostarme a descansar. Cuando la gente de los alrededores vio movimiento empezó a acercarse para ver cómo era el maestro y, lo más importante, enterarse si se iba a quedar. Después empezaron las pruebas, y la primera fue con el mate, porque yo estaba acostumbrado al mate sanjuanino, con agua muy caliente, dulce y con yuyos mezclados con la yerba; y allá en el sur era con agua tibia y amargo, de pura yerba nomás. Se empezaron a presentar los problemas, yo tenía algunos víveres, pero no tenía pan ni mucho menos harina para prepararlo. Por suerte me traían pan con chicharrón, tortas fritas, tortas al rescoldo… así que al poco tiempo ya no me faltaba nada. La carne me la regalaban, y me hice carnicero porque en San Juan vivíamos a pura verdura, pero allá solamente con capón, chivo y yeguarizo. Con la carne de potro estaba el tema de que, según lo que dice la sabiduría popular, no se puede acompañar con agua, porque la grasa se te endurece en las tripas y terminás reventado. Pero yo nunca he tomado vino y comía siempre con agua, y los paisanos me tenían marcado: maestro, no vaya a tomar agua. Pero yo, cada vez que podía comía yeguarizo, y después me mandaba un taco de agua… ¡y acá estoy vivito y coleando!”.

Aprender a dominar el caballo
“Otra dificultad apareció con el tema del caballo, porque yo no sabía montar y tuve que aprender porque de lo contrario no podía manejarme para ir a ningún lugar. Estuve como dos años para aprender, pero al final lo logré y después tenía dos caballitos, pero antes me tuve que aguantar muchas cargadas de los pibes”.
“Un día vienen los chicos y me preguntan: ¿ maestro, nos da permiso para armar una cancha acá en la escuela?. Pero, sí, cómo no… les contesté yo, contento, pensando naturalmente en una canchita para fútbol, y tal es así que me puse a buscar unas medias y otras prendas para hacerles una pelota de trapo. Los pibes trajeron picos y palas y empezaron a sacar pasto y piedras, pero me llamaba la atención que la cancha que preparaban era finita y larga, y no rectangular. Entonces les pregunté ¿los arcos donde van?, y me explicaron que una cancha para con los caballos” Pasaron los meses, y ya acostumbrado a montar, aceptó el desafío de una carrera contra uno de sus alumnos “lo que no sabía era que el caballo era asustadizo y cuando un papel que traía el viento se le pegó en una pata se plantó y me sacó despedido, en medio de las risas de todos los pibes”.

Inesperado traslado
Un inspector de escuela, Juan Zenón, de Viedma, llegó un día por la escuela cuando ya llevaba un año y medio. “Me dijo que ya tenía muy buenas referencias mías, por la gente del pueblo, y se comprometió a que si yo tenía algún problema él personalmente se iba a ocuparse de resolverme la cuestión. Pasó un largo tiempo y una vez se me aparece un muchacho diciendo que venía para tomar posesión del cargo de director de la escuela 202 de El Chaiful. Ante ese problema me dije: me tengo que ir a Viedma para protestar. En Jacobacci me tomé el tren y justo viajaba también monseñor Borgatti, el obispo, que yo conocía porque había pasado por El Chaiful. Le conté el problema y me dijo que fuera de su parte a ver al inspector seccional, don Agustín de Jesús Ponce. Este hombre me recibió y me explicó que el inspector Zenón había pedido un traslado para mí, para la escuela de General Palacios, a 28 kilómetros de Viedma, lo que era un cambio muy importante y beneficioso. Así fue que en 1961 me vine para Palacios, una estación de ferrocarril muy activa por todo el movimiento de la zona, con una escuela de doble turno; estuve 7 años hasta 1968. En ese momento me vine para Viedma con el ofrecimiento de hacerme cargo del centro de educación para adultos, teniendo en cuenta que allá en Palacios había hecho experiencias en ese sentido”.

Otros destinos
“Pero en la entrevista con el profesor Ahumedes, del naciente Consejo Provincial de Educación, me ofrecieron el cargo de inspector de escuelas y acepté, porque me interesaba la propuesta y por supuesto me gustaba quedarme en Viedma. Pasaron más de 40 años y aquí estoy. ¡Por eso digo que yo llegué acá por bocón, por querer saber qué pasaba con ese sujeto que se me había aparecido en la escuelita de El Chaiful diciendo que era el nuevo director”.
En 1970 quedó sin efecto la designación de inspector, cuando llegó el general Roberto Requeijo y a cambio le otorgaron la dirección de la escuela número 200 “Aeronáutica Argentina” en el recién creado barrio IPPV, por entonces en las afueras de la ciudad, la primera de jornada completa. “Fue la época más importante de mi trayectoria, de 80 alumnos iniciales pasamos a 180 en solamente tres meses, los chicos comían a la carta, porque la cocinera le preguntaba a los chicos qué querían comer al día siguiente; iniciamos los talleres de formación de oficios, le dábamos el desayuno a los canillitas que a la tarde venían como escolares, hicimos huerta y jardín, fue un tiempo maravilloso. Estuve allí hasta 1984 y después, ya jubilado, pasé a ocupar cargos políticos”.

Un emotivo reencuentro
El cronista le propuso al antiguo director que posara, para algunas fotos, en la puerta de la escuela 200. Sorpresivamente, entrevistado y periodista, fueron invitados por el personal docente a ingresar al establecimiento y participar en el momento comunitario del comienzo de la jornada escolar. Una vez explicados los motivos de la visita le tocó al maestro Flores, muy emocionado, hablar con los chicos y trazar algunos recuerdos de aquellos 16 años inolvidables transcurridos entre esas paredes. En la dirección de la escuela se conserva, perfectamente restaurada, la vieja campana de bronce de los primeros tiempos y el Negro no pudo evitar la tentación de hacerla sonar, como antes. En el pasillo también se detuvo a contemplar un mural decorativo realizado hace más 30 años, mientras los recuerdos fluían intensos y cálidos.
Quedó espacio para breves referencias. La fundación de la UNTER, en 1974, con Wenceslao Arizcuren, Coco Serrano y otro grupo de docentes; y las luchas en tiempos de dictadura, con la conquista del descuento de cuota sindical por planilla. En tiempos del gobierno de Osvaldo Alvarez Guerrero y el ministro Nilo Fuvi, Flores fue delegado de Educación en la región sur, cuando pudo encarar la reconstrucción total del edificio de la escuela de El Chaiful; después ocupó una dirección general y finalmente accedió a una vocalía del Consejo de Educación.
Para el final. “Rescato la enorme cantidad de viajes que hicimos con Nilo, cuando él era ministro de Educación, recorriendo cada rincón de la región sur, y también la figura de quien ocupó después la cartera educativa, Mary Soldavini de Ruberti.”

Antiguas historias comerciales de Carmen de Patagones

 Arriba el interior de Casa Los Vascos, un emporio comercial de la calle Comodoro Rivadavia, esquina España; abajo el local de Tienda La Piedad, donde estaría años más tarde Abayú y Carmody.
 Abajo la calle Alsina, en donde comenzó la actividad comercial de los Patané, después instalados en la Comodoro Rivadavia

Hace 18 años, en una mañana de mayo de 1993, cuatro experimentados comerciantes de Carmen de Patagones se reunieron con el cronista para recordar la vida comercial de las décadas del 40 y del 50. Las precisas impresiones, datos interesantes y anécdotas singulares quedaron en una vieja cinta a casete recuperada del olvido, y ahora abonan esta nota.
Tres de los partícipes de aquel encuentro ya no están en este mundo terrenal. Manolo Rodríguez, de la casa Los Vascos, que había cerrado al público a fines de 1992; Alberto Abayú, propietario del almacén de Abayú y Carmody, que bajó sus persianas en agosto de ese mismo año; y Jorge Patané, cuya firma comercial sigue sostenida por sus hijos. El cuarto asistente a la charla, que se difundió por radio Del Carmen aquella mañana, fue Miguel Angel “Chichín” Sitanor, que tras el cierre de su tradicional negocio se radicó en Brasil, hace 12 años.

Recomienzo y comienzos
Aquella reunión histórica (de la que lamentablemente no quedó registro fotográfico) se realizó porque ese día, 16 de mayo de 1993, Sitanor reabría su comercio polirrubro en la emblemática esquina de Comodoro Rivadavia y España, pleno centro de Patagones, tras la clausura del histórico local de calle España (a metros de Dr. Baraja) por la accidental caída de una pared medianera, con cuantiosos daños pero la fortuna de que no hubo que lamentar víctimas personales. El amplio salón donde Chichín reinauguraba ese día había estado ocupado durante más de 70 años por casa Los Vascos.
Don Manolo Rodríguez recordaba que “la casa Los Vascos se fundó en 1910 por cuenta del señor Manuel Pasarón y estuvo al principio enfrente a lo de Galantini (Fagnano y Alsina) y en 1922 se mudó a Comodoro Rivadavia y España, local de la familia Gazo. En un tiempo antes la sociedad había sido entre Pasaron y José Roda, (el mismo Roda que durante muchos años tuvo casa de comercio en calle Colón de Viedma, enfrente de la plaza Alsina).” Precisaba también que “en mi caso me incorporé en 1948, en sociedad con Pasarón, Pedro Scalesi y Jorge Arias, hasta que un tiempo después se retiró Pasarón, que ya era un hombre de avanzada edad. Quedé yo solo y finalmente, después de más de 80 años la casa Los Vascos cerró en diciembre de 1992”.
Don Jorge Patané apuntaba que “la actividad comercial de la familia la empezó mi padre, que era gerente de una mueblería, propiedad de un señor de Buenos Aires llamado León Pascansky”, y aclaraba enseguida “no se trataba de la persona del mismo apellido que después le vendería la firma a Livigni, porque en este caso era Mauricio Pascansky”.
“Este local estaba sobre calle Alsina, a media cuadra de Comodoro Rivadavia y de la sucursal del Banco Provincia. Allí al principio mi papá era empleado y después pasó a ser propietario. En 1934, exactamente para el 25 de mayo, mi mamá abrió su propia casa de modas, en Alsina 77 (entre Comodoro Rivadavia y Dr. Baraja), que fue creciendo y necesitaba una mayor expansión, con lo cual en 1942 mis padres compraron la casa y local de la misma cuadra en el número 85. Con el paso de los años la mueblería se fue transformando, incorporando modas y zapatería, y siempre acompañados por el crecimiento y la buena clientela nos fuimos a los locales nuevos de la calle Comodoro Rivadavia (a pasos de Yrigoyen) donde inauguramos en 1956”.
Don Alberto Abayú aportaba lo suyo. “La firma Abayú y Carmody abrió sus puertas el 2 de enero de 1943, en el mismo local donde tiempo antes había funcionado otro almacén de ramos generales, de los señores Eduardo y Serafín Otero, que previamente habían sido empleados de la casa Mazzini Giraudini, una de las más importantes firmas del sur argentino, porque eran importadores y exportadores, instalados en la calle Roca de la zona del puerto enfrente del muelle Mihanovich” (Amplio salón más tarde ocupado por la Cooperativa Agrícola de Patagones, actual salón de fiestas y bailes juveniles, acota el cronista).
Recordaba Abayú que “aquella sociedad la conformé con un inolvidable amigo, Hipólito Bartolomé Carmody, más conocido como Polo, y fue en los principios una modesta empresa, muy humilde, donde entramos con muy escasos medios económicos y fuimos avanzando con el tiempo, abasteciendo a la gente de Patagones, la zona rural y Viedma también. Después se agregaron un hermano de Polo y otro mío, con lo cual la sociedad eran dos Carmody y dos Abayú. Pero con el transcurso del tiempo Polo Carmody se dedicó a las tareas rurales, para que las que tenía una enorme vocación, y yo seguí primero con su hermano y después solo, hasta que una paulatina pérdida de la visión me obligó a dejar el comercio, y el cierre definitivo se produjo el 30 de agosto de 1992”.
También Chichín Sitanor ofrecía, en la amena charla radiofónica, sus recuerdos acerca del emprendimiento familiar. “Mis padres, Tomás Sitanor y Estela García, comenzaron como empleados de casa Markan, en calle Alsina (entre Fagnano y Dr. Baraja) y después, en septiembre de 1931 cuando yo estaba por nacer, se instalaron en España 116, que fue durante tantos el tradicional sitio de casa Sitanor hasta que se produjo el derrumbe”.
“Al principio era un tradicional kiosco de golosinas, diarios, revistas y tabaco. Mis padres, junto con otro negocio que pertenecía a don Orlando Caraccino, fueron pioneros en la venta de diarios y revistas; papá llegó a tener 15 canillitas que repartían casa por casa y vendían en la calle, algunos de los cuales llegaron a ser famosos, como el Yaya Bonzio, Viera, los Dell, y otros chicos que se ganaban unos pesos con ese trabajo”.

Tiempos de bonanza
Los cuatro experimentados comerciantes coincidieron en que los años 40 y 50, del siglo pasado, fueron tiempos de bonanza para la actividad mercantil de Patagones. “En casa Los Vascos llegamos a tener 9 empleados, para estar en condiciones de atender bien a toda la clientela” señalaba Rodríguez. Sitanor añadía que “alguna gente, que tenía un medio de movilidad propio, o viajando en el tren también, venía desde el campo a Carmen de Patagones para hacer sus compras de cada temporada, sobre todo a principios del invierno y del verano, llevando las telas que se usaban para la costura doméstica o algunas prendas ya confeccionadas; pero también había mercachifles que se abastecían acá y salían por su cuenta a recorrer los pueblos y se metían en los establecimientos. Yo trabajé en la tienda El Hogar, del amigo Aníbal Barilá, y salíamos con un furgón rojo para el lado de San Blas, haciendo toda la campaña y nos quedábamos a dormir en donde nos tocaba la noche y la gente nos recibía como si fuésemos de la familia”.
“Otra característica de ese tiempo era que se vendía de cosecha a cosecha” añadía don Manolo, y enseguida explicaba que “ello consistía en fiarle al cliente hasta que cobrara la siguiente cosecha, y para poder mantener este sistema contábamos también con el respaldo de los viajantes y fabricantes, que nos traían el pedido con 180 días de plazo para pagar, sin necesidad de firmar pagarés ni nada; llegaba la mercadería a fines de febrero y se pagaba en agosto-septiembre”.
Los beneficios de la estabilidad monetaria, que permitía aquellas operaciones de crédito de largo plazo, fueron otro motivo de comentario. “La estabilidad duró hasta comienzos de los años 60, cuando empezaron a producirse bruscos saltos de inflación y, además, Patagones estuvo afectada por una tremenda sequía durante cuatro años consecutivos, del 60 al 63, y la situación fue desesperante y hubo comercios, como el nuestro, que realmente estuvieron al borde del quebranto, porque al cliente se le fiaba, pero no podía pagar por la sencilla razón de que no había cosecha por la falta de lluvias” recordaba don Alberto Abayú.
Otros datos ilustrativos de esa época de bonanza comercial agregaba Jorge Patané: “los créditos bancarios se ofrecían al comercio con una tasa anual del 4 ó 5 por ciento de interés, lo que hacía posible manejarse con algún descubierto y pedir plata prestada a los bancos; y por otra parte desde los años 30 hasta 1947 tuvimos una larga etapa sin aumentos de precios”.
“Dentro de la zona ubicada al sur del río Colorado Patagones fue una ciudad comercial muy importante, sobre todo caracterizada por el dinamismo de los propios comerciantes, como Sitanor, Patané, Zágari y otros, que no ha perdurado en el tiempo porque sí, sino porque hubo capacidad, tenacidad, inteligencia y honradez, entre otras virtudes” definía después Abayú, al trazar un panorama global.

Di Sarli en Patagones
La conversación giró también sobre otros aspectos de la vida de Carmen de Patagones, y surgió así el dato cierto de que el gran pianista, compositor y director de orquestas de tango Carlos Di Sarli, que era nativo de Bahía Blanca, en realidad hizo sus primeras presentaciones en Patagones. “Esta es una información indudable, Di Sarli hizo sus primeras armas en una confitería que estaba enfrente a la plaza 7 de Marzo” afirmó Sitanor; y completó Abayú “sí señor, era más o menos por los años 1934 ó 35, en la confitería de los hermanos Alfredo y Américo Spampinato, y se contaba que después de cada actuación Di Sarli se servía un bombón de una vitrina, y un tío de los dueños del local, que era tartamudo, le advirtió que el músico abusaba de cierta confianza: porque se-se-se co-co-co-me un bom-bón-hoy-un-bom-bón-ma-ma-ña-ña-na-y-te-va-va-fun-fun-dir”.