domingo, 9 de noviembre de 2008
Una visita a las entrañas de la torre salesiana de Viedma
El pasado 12 de junio se escuchó nuevamente, después de muchos años, el tañido de la campana ubicada en el punto más alto de la torre del viejo Colegio Salesiano de Viedma. Con el golpe manual del badajo el arquitecto Oscar Sanguinetti anunció a los vecinos que la Legislatura provincial había sancionado la ley que autorizó a la Municipalidad la expropiación de la denominada Manzana Histórica.
Este cronista quiso conocer las entrañas de la emblemática torre, que corona la construcción ejecutada bajo la dirección del padre Juan Aceto, por cuenta de la obra de Don Bosco entre 1885 y 1893. El propio Sanguinetti, conocedor de sus secretos y cada uno de los detalles de su arquitectura excepcional, se ofreció como guía para la visita.
La recorrida arrancó por las amplias escalinatas que conducen a los pisos superiores del sector de la esquina, de Colón y Rivadavia (en los altos del sitio actualmente ocupado por la Biblioteca Popular Bartolomé Mitre), en donde funcionaban los dormitorios de los alumnos pupilos.
En el segundo piso, donde estuvo instalado un teatro y ahora hay un depósito, nos encontramos frente a una pequeña puerta (celosamente cerrada con llave) que habilita el paso hacia las escalinatas de la torre. Allí comenzó el viaje hacia la historia.
Hacia el mirador de la inundación
“En los tiempos del colegio, cuando yo era alumno, aquí estaba el cuarto del cocinero, con un baño privado y todo” comenzó Oscar con su detallada descripción. De allí en más hubo que ascender una empinada y estrecha escalera de madera (“la reconstruyó íntegramente el personal municipal hace unos pocos años” apuntó), y después de unos 60 escalones llegamos al balcón mirador.
En ese lugar, con barandilla y una amplia pasarela alrededor de la torre, se aprecia una visión panorámica de la ciudad y todo el valle inferior del río Negro. “Desde aquí los curas vieron como crecían las aguas de la laguna El Juncal y pudieron avisar sobre la inundación de 1899” comentó Sanguinetti.
El archivo de la obra de Don Bosco nos brinda, precisamente, la emotiva y precisa crónica de un anónimo sacerdote, en aquellos días. “La mañana del 22 (de julio, de 1899) desde nuestro observatorio vimos avanzar rápidamente enormes masas de agua que al caer sobre el pueblo rompieron toda barrera y en menos de media hora todo quedó inundado”, escribió en su informe a la superioridad salesiana aquel religioso.
Hoy, 109 años más tarde, la visión es absolutamente distinta. Los techos de algunas construcciones céntricas de la capital rionegrina delatan su antigüedad, la profusa arboleda no permite distinguir el río, pero allá en lo alto de la barranca otras dos torres nos vigilan. Es pequeña y casi invisible la que levantó hacia 1780 el gallego Pérez Brito para el fuerte que comandaba don Francisco de Viedma; son esbeltas y luminosas, las que terminaron de construirse en 1937 para honrar a Nuestra Señora del Carmen en su templo parroquial.
Aquí más cerca, está la sólida construcción de estilo ecléctico y señorial de la iglesia catedral de Viedma, con una magnífica terminación de ladrillo a la vista y detalles de perfecta simetría.
El patio del viejo colegio aparece allá abajo; fue el escenario de tantos juegos infantiles y juveniles, en sus tiempos salesianos y luego, en las décadas de los 70’ y los 80’ como sede del instituto de Profesorado de Educación Física.
Hacia el otro lado se pueden ver, en el mismo conjunto del colegio religioso, una torre derruida (“llegaba casi hasta esta misma altura, y remataba en almenas, que lamentablemente desaparecieron con el tiempo” observó Oscar) y los abandonados tejados del sector del teatrillo.
El alma del reloj
Hubo que subir otros cuantos escalones para llegar a la salita que alberga el alma del reloj, cuyas luminosas esferas dan hacia las cuatro caras de la torre. “La antigua maquinaria funciona de maravillas, merced a la dedicación artesanal del señor Francisco Bruno” señaló Sanguinetti, mientras controlaba el ajuste de la hora.
Contó que “en el año 2004, después que hicimos los trabajos de reparación de la escalera y colocación del nuevo sistema lumínico, dimos con don Francisco, un relojero de oficio radicado recientemente en Viedma después de haberse dedicado durante más de 60 años al mantenimiento del reloj de la municipalidad de la ciudad de La Plata”.
El aparato, que se regula con cuerdas y contrapeso, con delicadas piezas de fundición, fue fabricado en Buenos Aires en el año 1887. Es único en su tipo en la zona y, sin dudas, la maquinaria de relojería más antigua de la Patagonia argentina.
Francisco Bruno ya suma 82 años, pero sube a la torre tres y cuatro veces por semana, para lubricar el mecanismo y asegurarse que todo esté en orden, fundamentalmente el sistema de ejes que transmite el preciso movimiento de las agujas en las cuatro esferas. En la práctica Oscar y don Francisco son los únicos habituales visitantes del lugar.
En el pináculo, junto a la campana
El techo de la “sala del reloj” es abovedado, de ladrillos, y constituye el piso de la terraza superior, en la cúspide de la torre, un estrecho espacio de forma octogonal, ocupado por una inmensa campana de bronce, que se sostiene desde una pieza de hierrro.
Nuevamente apuntó Oscar Sanguinetti: “es toda la instalación original, con ciento trece años de antigüedad; la campana fue fundida en Roma, en 1893, especialmente para los salesianos; y tiene un sistema basculante que permite agitar el badajo; además de un martillo que golpeaba con la acción de un tirador desde debajo de la escalera, que actualmente no funciona”.
La campana de la torre sonó para alertar de la crecida de 1899 y después, ya recuperada la serenidad, en tiempos de bienestar, llamaba a las celebraciones de las fiestas patrias y las conmemoraciones religiosas. Oscar recordó que “cuando era chico escuché el contrapunto que hacían las campanas de esta torre y la de la Catedral, haciendo una especie de melodía”.
Hoy no tañe el generoso bronce de la torre salesiana, pero algún vecino está inquieto en la idea de promover los aportes necesarios (de comerciantes y empresarios locales) para que el mecanismo pueda repararse. “Sí, se puede, no es un trabajo fácil porque habría que descolgar a la campana y hay muy poco sitio” advirtió Sanguinetti.
El recuerdo del zapatero Espinach
El cronista no pudo evitar una ligera sensación de vértigo al aproximarse al borde de la torre. Se preguntó si no habrá dudado algunos instantes, antes de arrojarse desde allí hacia el patio interior, aquel temerario zapatero de Patagones, llamado Matías Espinach, que el 28 de diciembre de 1921 (tan luego, el día de los Santos Inocentes) experimentó desde allí su invento revolucionario: un paracaídas con forma de paraguas. Así lo relató la crónica del periódico “La Capital” de aquel tiempo.
“A las 7,25 del día 28 de diciembre de 1921 se dio la señal de que el Sr. Espinach con su paracaídas, desde lo más alto de la torre se lanzara al vacío, los corazones palpitaban con violencia, todos estábamos poseídos de terror: ¿fracasaría el aparato? ¿se estrellaría el inventor?.
A los dos minutos de haberse dado la orden o sea las 7,27, apareció el Sr. Espinach a lo alto de la torre, saludó con la mano a los que estábamos en el patio... y se tiró al espacio. Nuestros corazones dejaron de palpitar, algunos caballeros que presenciaban el acto se desmayaron, el caso era emocionante, la pluma no puede narrar esos momentos terribles, hay que presenciarlos para sentirlos, pero rápido se abre algo como si un paraguas se hubiese partido en dos y detiene al inventor en el aire, una exclamación de alegría primero y de ¡hurra! después, saludó al Sr. Espinach, que iba deslizándose suavemente hacia el patio”
”Tan pronto pisó tierra el inventor todos queríamos ser los primeros en abrazarlo y felicitarlo, y todavía no se había quitado el sr. Espinach su aparato cuando el ingeniero Schubert le dijo: Señor Espinach, como apoderado general en la Argentina de la Casa Fhabens Rus and Co. de New York le ofrezco 800 mil pesos si quiere vender la patente de su aparato”.
El artículo añadía que Espinach le contestó así: “Señor Schubert, dentro de 30 días contestaré a usted si acepto o no su proposición, pues como usted comprenderá es necesario que por gratitud me aconseje con el señor Carsing quien ha corrido con todos los gastos”.
Y el cronista de 1921 finalizó así “los inocentes niños que presenciaron tan emocionante escena iban estrechando la mano del inventor, mientras nosotros nos despedíamos de los reverendos padres, que con la fina atención peculiar en ellos nos acompañaron hasta la puerta”.
De regreso a la calle, al presente
Unos pocos minutos más tarde Sanguinetti y el cronista estaban nuevamente sobre la calle Colón, apreciando desde abajo los detalles de la torre, sus almenas, troneras, modillones y ménsulas. “Es única, es hermosa y es nuestra, tenemos que hacer todo el esfuerzo necesario para conservarla” acotó el guía, sin disimular su pasión por el patrimonio arquitectónico de la capital de Río Negro. La visita había terminado, el presente nos reclamaba con sus cuestiones urgentes. Y las entrañas de la torre siguen respirando su tiempo propio.